domingo, 11 de noviembre de 2012

LOS PENSADORES QUE MARCARON NUESTRO TIEMPO ( I ). Victor Avila (colectivo ).

de Colectivo Nacional, el El Domingo, 11 de noviembre de 2012 a la(s) 4:19 ·

LOS INDIFERENTES. Por Antonio Gramsci


   Odio a los indiferentes. Creo que vivir es tomar partido.    Quien verdaderamente vive no puede dejar de ser ciudadano y partidario.
   Indiferencia es abulia, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso, odio a los indiferentes.
   La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador y la materia inerte en la cual frecuentemente se ahogan los entusiasmos más esplendorosos.
   La indiferencia actúa poderosamente en la historia. Actúa pasivamente, pero actúa. Es la fatalidad, es aquello con lo que no se puede contar, aquello que confunde los programas, que destruye los planes mejor construidos. Es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la sofoca. Lo que ocurre, el mal que se abate sobre todos, no se debe tanto a la iniciativa de los pocos que actúan, como a la indiferencia de muchos.
   Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunos lo quieran, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja de hacer, deja promulgar leyes que después solo la revuelta hará anular, deja subir al poder hombres que después solo una sublevación podrá derrumbar.
   Los destinos de una época son manipulados de acuerdo con visiones restrictas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de hombres lo ignora, porque no se preocupa. Por eso, abomino a los indiferentes. Desprecio a los indiferentes, también porque me provocan tedio sus lamentos de eternos inocentes. Vivo, soy militante. Por eso detesto a quien no toma partido. Odio a los indiferentes.

FUENTE: "La Ciudad Futura”, revista cultural publicada por Antonio Gramsci. 11 de febrero de 1917
NOTA GRAMSCIANA DE JUNIO: "El hombre y el mito", José Carlos Mariátegui. (1)

Todas las investigaciones de la inteligencia contemporánea sobre la crisis mundial desembocan en esta unánime conclusión: la civilización burguesa sufre de la fal
ta de un mito, de una fe, de una esperanza. Falta que es la expresión de su quiebra material. La experiencia racionalista ha tenido esta paradójica efi­cacia de conducir a la humanidad a la desconsolada convicción de que la Razón no puede darle ningún camino. El racionalismo no ha servido sino para desa­creditar a la razón. A la idea Libertad, ha dicho Mus­solini, la han muerto los demagogos. Más exacto es, sin duda, que a la idea Razón la han muerto los racio­nalistas. La Razón ha extirpado del alma de la civili­zación burguesa los residuos de sus antiguos mitos. El hombre occidental ha colocado, durante algún tiem­po, en el retablo de los dioses muertos, a la Razón y a la Ciencia. Pero ni la Razón ni la Ciencia pueden ser un mito. Ni la Razón ni la Ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia Razón se ha encargado de demostrar a los hom­bres que ella no les basta. Que únicamente el Mito po­see la preciosa virtud de llenar su yo profundo.

La Razón y la Ciencia han corroído y han disuel­to el prestigio de las antiguas religiones. Eucken en su libro sobre el sentido y el valor de la vida, explica clara y certeramente el mecanismo de este trabajo disolvente. Las creaciones de la ciencia han dado al hom­bre una sensación nueva de su potencia. El hombre, antes sobrecogido ante lo sobrenatural, se ha descu­bierto de pronto un exorbitante poder para corregir y rectificar la Naturaleza. Esta sensación ha desalo­jado de su alma las raíces de la vieja metafísica.

Pero el hombre, como la filosofía lo define, es un animal metafísico. No se vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza super-humana; los demás hombres son el coro anónimo del drama. La crisis de la civilización burguesa apareció eviden­te desde el instante en que esta civilización constató su carencia de un mito. Renán remarcaba melancólicamente, en tiempos de orgulloso positivismo, la deca­dencia de la religión, y se inquietaba por el porvenir de la civilización europea. "Las personas religiosas -escribía- viven de una sombra. ¿De qué se vivirá des­pués de nosotros?". La desolada interrogación aguarda una respuesta todavía.

La civilización burguesa ha caído en el escepti­cismo. La guerra pareció reanimar los mitos de la revolución liberal: la Libertad, la Democracia, la Paz. Mas la burguesía aliada los sacrificó, en seguida, a sus intereses y a sus rencores en la conferencia de Versai­lles. El rejuvenecimiento de esos mitos sirvió, sin em­bargo, para que la revolución liberal concluyese de cumplirse en Europa. Su invocación condenó a muer­te los rezagos de feudalidad y de absolutismo sobrevi­vientes aún en la Europa Central, en Rusia y en Tur­quía. Y, sobre todo, la guerra probó una vez más, fe­haciente y trágica, el valor del mito. Los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito multitudinario.

El hombre contemporáneo siente la perentoria necesidad de un mito. El escepticismo es infecundo y el hombre no se conforma con la infecundidad. Una exasperada y a veces impotente "voluntad de creer", tan aguda en el hombre post-bélico, era ya intensa y categórica en el hombre pre-bélico. Un poema de Henri Frank, La Danza delante del Arca, es el do­cumento que tengo más a la mano respecto del estado de ánimo de la literatura de los últimos años pre-bélicos. En este poema late una grande y honda emoción. Por esto, sobre todo, quiero citarlo. Henri Frank nos dice su profunda "voluntad de creer". Is­raelita, trata, primero, de encender en su alma la fe en el dios de Israel. El intento es vano. Las palabras del Dios de sus padres suenan extrañas en esta época. El poeta no las comprende. Se declara sordo a su sentido. Hombre moderno, el verbo del Si­naí no puede captarlo. La fe muerta no es capaz de resucitar. Pesan sobre ella veinte siglos. "Israel ha muerto de haber dado un Dios al mundo". La voz del mundo moderno propone su mito ficticio y precario: la Razón. Pero Henri Frank no puede a­ceptarlo. "La Razón, dice, la razón no es el universo".

"La raison sans Dieu c'est la chambre sans lampe".

El poeta parte en busca de Dios. Tiene urgen­cia de satisfacer su sed de infinito y de eternidad. Pero la peregrinación es infructuosa. El peregrino querría contentarse con la ilusión cotidiana. "¡Ah! sache franchement saisir de tout moment—la fuyante fumée et lesuc éphémére". Finalmente piensa que "la verdad es el entusiasmo sin esperanza". El hom­bre porta su verdad en sí mismo.

"Si 'Arche eat vide oú tu pensais trouver la lei, ríen n'est réel que ta danse".

Los filósofos nos aportan una verdad análoga a la de los poetas. La filosofía contemporánea ha ba­rrido el mediocre edificio positivista. Ha esclarecido y demarcado los modestos confines de la razón. Y ha formulado las actuales teorías del Mito y de la Acción. Inútil es, según estas teorías, buscar una verdad absoluta. La verdad de hoy no será la verdad de mañana. Una verdad es válida sólo para una época. Contentémosnos con una verdad relativa.

Pero este lenguaje relativista no es asequible, no es inteligible para el vulgo. El vulgo no sutiliza tanto. El hombre se resiste a seguir una verdad mientras no la cree absoluta y suprema. Es en vano re­comendarle la excelencia de la fe, del mito, de la ac­ción. Hay que proponerle una fe, un mito, una ac­ción. ¿Dónde encontrar el mito capaz de reanimar es­piritualmente el orden que tramonta?

La pregunta exaspera la anarquía intelectual, la anarquía espiritual de la civilización burguesa. Al­gunas almas pugnan por restaurar el Medio Evo y el ideal católico. Otras trabajan por un retorno al Renacimiento y al ideal clásico. El fascismo, por boca de sus teóricos, se atribuye una mentalidad medioe­val y católica; cree representar el espíritu de la Con­tra-Reforma; aunque por otra parte, pretende encar­nar la idea de la Nación, idea típicamente liberal. La teorización parece complacerse en la invención de los más alambicados sofismas. Mas todos los intentos de resucitar mitos pretéritos resultan, en seguida, desti­nados al fracaso. Cada época quiere tener una intui­ción propia del mundo. Nada más estéril que preten­der reanimar un mito extinto. Jean R. Bloch, en un artículo publicado en la revista Europe, escribe a este respecto palabras de profunda verdad. En la catedral de Chartres ha sentido la voz maravi­llosamente creyente del lejano Medio Evo. Pero advierte cuánto y cómo esa voz es extraña a las preocupaciones de esta época. "Sería una locura -escribe- pensar que la misma fe repetiría el mismo mi­lagro. Buscad a vuestro alrededor, en alguna parte, una mística nueva, activa, susceptible de milagros, ap­ta a llenar a los desgraciados de esperanza, a suscitar mártires y a transformar el mundo con promesas de bondad y de virtud, Cuando la habréis encontra­do, designado, nombrado, no seréis absolutamente el mismo hombre".

Ortega y Gasset habla del "alma desencantada". Romain Rolland habla del "alma encantada". ¿Cuál de los dos tiene razón? Ambas almas coexisten. El "alma desencantada" de Ortega y Gasset es el alma de la decadente civilización burguesa. El "alma encantada" de Romain Rolland es el alma de los forjadores de la nueva civilización. Ortega y Gasset no ve sino el ocaso, el tramonto, der Untergang. Romain Ro­lland ve el orto, el alba, der Aurgang. Lo que más ne­ta y claramente diferencia en esta época a la burgue­sía y al proletariado es el mito. La burguesía no tie­ne ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escép­tica, nihilista. El mito liberal renacentista, ha en­vejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mue­ve con una fe vehemente y activa. La burgue­sía niega; el proletariado afirma. La inteligen­cia burguesa se entretiene en una crítica racio­nalista del método, de la teoría, de la técnica de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza reli­giosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Gandhi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociables. (2)

Hace algún tiempo que se constata el carácter re­ligioso, místico, metafísico del socialismo. Jorge Sorel, uno de los más altos representantes del pensa­miento francés del siglo XX, decía en sus Reflexiones sobre la Violencia: "Se ha encontrado una analogía entre la religión y el socialismo revolucionario, que se propone la preparación y aún la reconstrucción del in­dividuo para una obra gigantesca. Pero Bergson nos ha enseñado que no sólo la religión puede ocupar la región del yo profundo; los mitos revolucionarios pue­den también ocuparla con el mismo titulo". Renán, como el mismo Sorel lo recuerda, advertía la fe reli­giosa de los socialistas, constatando su inexpugnabi­lidad a todo desaliento. "A cada experiencia frustrada, recomienzan. No han encontrado la solución: la encontrarán. Jamás los asalta la idea de que la so­lución no exista. He ahí su fuerza".

La misma filosofía que nos enseña la necesidad del mito y de la fe, resulta incapaz generalmente de comprender la fe y el mito de los nuevos tiempos. "Miseria de la filosofía", como decía Marx. Los pro­fesionales de la Inteligencia no encontrarán el camino de la fe; lo encontrarán las multitudes, A los filóso­fos les tocará, más tarde, codificar el pensamiento que emerja de la gran gesta multitudinaria. ¿Supie­ron acaso los filósofos de la decadencia romana com­prender el lenguaje del cristianismo?. La filosofía de la decadencia burguesa no puede tener mejor destino.


Notas:

(1) Publicado en "Mundial", Lima, 16 de enero de 1925. Trascri­to en "Amauta", N° 31 (pp. 1-4), Lima, junio-julio de 1930; "Romance", N° 6, México, 15 de abril de 1940 (con excepción de algunos párrafos); Jornada, Lima, 1° de enero de 1946. E incluido en la "Antología de José Carlos Mariátegui", que la Universidad Nacional de México editó, en 1937, como segundo volumen de su serie de "Pensadores de América" (p. 119-124).

(2) Se refiere a un articulo inicialmente publicado en Variedades (Lima, 11 de octubre de 1924) y después incluido en La Escena Contemporánea (págs. 251-259). Allí plantea y enun­cia su pensamiento en la siguiente forma: "¿Acaso la emoción revolucionaria no es una emoción religiosa? Acontece en el Occidente que la religiosidad ha bajado del cielo a la tierra. Sus motivos son humanos, son sociales; no son divinos. Per­tenecen a la vida terrena y no a la vida celeste".

 

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